jueves, 29 de septiembre de 2011

Carta a Vicky y Carta a mis Amigos

Antes de pegarse un tiro, Vicky Walsh acuño la frase "ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir". Vaya decisión la de la de la muchacha, que eligió evitar el calvario que le esperaba si las fuerzas militares lograban secuestrarla aquella mañana del 29 de septiembre de 1976. Historias mínimas que se repitieron en muchos.
Tras conocer la noticia, su padre, Rodolfo Walsh,  le escribe una carta.
En Carta a Vicky, Walsh vuelca su dolor pero también su orgullo.
En Carta a mis Amigos, Walsh cuenta como fueron los hechos el día de la muerte de Vicky, reconstruidos por el testimonio de un militar que participó de la operación.
Compartimos estas dos cartas porque creemos que llevan un valor afectivo pero tambien histórico de un hombre que uso la palabra como medio para la lucha y la denuncia.


Carta a Vicky 
Querida Vicki.
La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión... cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y a Pablo: -Era mi hija. Suspendí la reunión. Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte, no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados.
Si, tuve miedo por vos, como vos tuviste miedo por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Se muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas.
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más. No podré despedirme, vos sabés por qué.
Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía.
5/10. Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida. Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el tren un hombre decía: -Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año. Hablaba por él, pero también por mí.


Carta a mis Amigos
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.

El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.

La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en el diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Cómo tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.

Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarIos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical que era su responsabilidad.

Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.

Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.

El 28 de setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejada. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja.

He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.

"El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."
He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.

A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. "De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo.
'Ustedes no nos matan' dijo el hombre 'nosotros elegimos morir'. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."

Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.

En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones.

Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.
Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.

Rodolfo Walsh, diciembre de 1976
Fuente: La Fogata, Recordando a Vicki Walsh, a 29 años de su caída en combate

jueves, 22 de septiembre de 2011

El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular

Roberto Arlt
de "Aguafuertes Porteñas"

Ensalzaré con esmero al benemérito "fiacún".
   Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos setenta y un años después me levantarán una estatua.
   No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
   -¡Hoy estoy con "fiaca"!.
   De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
   Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo.
   Exactamente lo mismo.
   Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.
   Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
   La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgarro físico originado por la falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.
   Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabra mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la "fiaca" encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
   En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión del almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la follia", o sea "darse cuenta".
   Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rostro".
   ¿A qué no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rostro"? Pues hacer el rostro, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rostro", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
   Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
   Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, de dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.
   Esos muchachos era los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándolos de la función. Bueno, estos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con gesto huído, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
   Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.
   Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenún", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública y privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
   -¿Estás con "fiaca"?
   Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Taco Ralo-1968

En el marco de la dictadura de Ongania y con Perón fuera del país, se instala un campamento de las Fuerzas Armadas Peronistas en el monte de Taco Ralo, Tucumán.
Dejar el diálogo y pasar a la acción era la consigna para recuperar los espacios y traer de vuelta a Perón.
El comando es finalmente derrotado y sus militantes son apresados y torturados. La sensación de derrota es grande pero la lucha continuará desde los lugares de encierro.
Compartimos una breve crónica de los hechos.

 Fragmento del libro La Voluntad Tomo I El valor del cambio, de Eduardo Anguita y Martin Caparros:
El tren salió de Retiro el 28 de agosto. Hacía frío;  Cacho y los otros cuatro que viajaban con él llevaban mantas, comida, bolsos grandes. Otros viajarían en el tren siguiente, y el resto de la gente y casi todo el armamento iban en el camión.  Cuando la locomotora anunció con tres pitazos la salida, Cacho tuvo un escalofrío.
Era un paso serio,  el más serio que había dado en su vida. Lo tranquilizaba saber que no eran unos improvisados: a casi todos los conocía de varios años de militancia, y sabia que eran gente confiable¸ que se había probado en más de una acción. Era un grupo responsable y estaban convencidos  de que iban a cambiar la historia.
-Esto va a ser como una bomba. Le vamos a dar una cachetada al régimen, le vamos a demostrar que no nos estregamos, que la juventud está de pie, y nuestro ejemplo va a ser tomado por todos, va a ser una bandera de lucha.
Había dicho, en esos días, muchas veces, Cacho. Pensaba mas en un sacrificio ejemplar que en empezar una guerra y ganarla. Aunque también cabía esa posibilidad: esa esperanza.
-Si conseguimos liberar una zona de Tucumán, con los cien mil trabajadores de FOTIA, más algún regimiento que se prenda, mas alguna gente que se de vuelta y entonces…. Entonces después Salta y Jujuy, y ya que tenemos la frontera con Bolivia, y entonces volvemos…
Y si les iba mal siempre podían intentar la retirada por las montañas de Catamarca hasta la frontera con Chile: un viaje duro pero no imposible. Aunque creían en el factor sorpresa: primero ocuparían un puesto, después otro, después otro y finalmente, el ejemplo provocaría una insurrección  en la provincia y entonces…. Tucumán, en esos días, podía resultar un polvorín. Había cierres de ingenios, ollas populares, mucha movilización de los cañeros, un clima muy espeso.
(…)
Uno de los objetivos de la FAP era traerlo de vuelta a Perón, y con Perón en el país,  podía pasar  cualquier cosa, pensaba Cacho.
(…)
Aunque prefirieron lanzarse por las suyas, sin consultar a Perón, sin anunciarle nada. De todas formas Perón lo había dicho muchas veces, cada vez más claro. Por ejemplo cuando murió Guevara: “No creo que las expresiones revolucionarias verbales basten. Es necesario entrar a la acción revolucionaria, con base organizativa, con un programa estratégico y tácticas que hagan viable la concreción de la revolución. Y esta tarea la deben llevar adelante quienes se sientan capaces. La lucha será dura, pero el triunfo definitivo será de los pueblos”. Perón mismo les estaba dando la orden, pero era mejor no decirle nada todavía.
(…)
Los primeros días se pasaron instalando “El Plumerillo”, como el del Ejército de los Andes.(…)
La rutina se organizó enseguida. Cada día se despertaban antes de las cinco y salían a marchar por el terreno. No llevaban armas porque era entrenamiento físico y de contacto con el medio; los dos  que se quedaban, de guardia, en el campamento, les tenían preparado el mate cocido para cuando volvían, a eso de las siete.
El 16 de septiembre de 1968, a 13 años de la Revolucion Libertadora, a dos semanas de su llegada a Taco Ralo, el Destacamento Montonero 17 de octubre de las Fuerzas Armadas Peronistas estaba por terminar la primera etapa de su preparación del monte. Cuatro días después empezarían a llevar las armas en sus marchas; menos de un mes más tarde tendrían su bautismo de fuego. Ese día, mientras tomaban el mate cocido a la mañana, el viento les trajo el ruido de un par de balazos no muy lejos. Las bocas se quedaron congeladas en los tarritos de metal, hasta que alguien dijo que eran cazadores.
(…)
Al dia siguiente, en plena marcha, Cacho encontró un atado de cigarrillos tirado junto a una mata de arbustos. Fue una sorpresa. Se suponía que ninguno de ellos no tenia cigarrillos. Cacho preguntó quién lo había tirado, y nadie se hizo cargo.
(…)
Esa noche a eso de la una de la mañana, Cacho se despertó con el ruido de un camión que pasaba a lo lejos.  Sacudió al compañero que dormía al lado y le dijo que escuchara porque le parecía haber oído algo. El ronroneo del motor era inconfundible.
-Ah, el camión de la Hidráulica.
(…)
Cacho y el otro se tranquilizaron y se volvieron a dormir. Se despertaron de nuevo poco después de las cuatro, para preparar la marcha. Se vistieron, medio dormidos todavía; Cacho estuvo a punto de agarrar un revolver, pero lo dejo. Habian convenido que empezarían a llevar armas recién al día siguiente.
Poco antes de las seis, la columna estaba llegando de vuelta al campamento, con Cacho, el Utu y el Aguila a la cabeza. Todavía estaba oscuro. De pronto, Cacho vio una sombra que se movia alla adelante; se paró en seco mientras hacia una señal para que los demás también pararan. Cacho todavía tuvo tiempo para preguntarle al Utu qué era eso.
-¿Eso qué?
-Esa sombra, ahí adelante.
-Un caballo, debe ser un caballo.
Detrás, la columna se había parado y esperaba. La sombra se movio y se oyo un grito susurrando:
-¡Cállense, boludos!
El tipo tenia acento tucumano y voz desconocida. Los últimos de la columna empezaron a correr para atrás, el tipo se dio vuelta de golpe y gritó alto, alto que no se mueva nadie. Estaba a menos de diez metros de Cacho; lo apuntó con su FAL, y antes de soltar una ráfaga desvió el arma para arriba. Las balas le zumbaron por encima de la cabeza.
Enseguida se oyeron otros disparos, que llegaban desde todos lados, y aparecieron los haces de luz de varias linternas. Y más gritos:
-¡Quieto, Carajo!¡No se mueva nadie!¡Quietos o los matamos a todos!.
La columna estaba rodeada, un poco más allá, adentro del campamento, David alcanzó a correr para buscar un FAL que estaba debajo de la lona; uno  de los milicos lo corrió y lo tacleo justo cuando agarraba el arma. Alcanzo a disparar un par de tiros, que salieron al aire y se perdieron en el batifondo. Sonaban disparos por todas partes, pero no parecía que tiraran a dar. El cura Ferré trato de disparar una carabina automática pero la empuño y el cargador se le cayó al suelo; en un segundo, cuatro policías se le tiraron encima y le pegaban. Los policías no sabían a quien estaban deteniendo: días atrás habían visto un avión sospechoso volando sobre la zona, así que creían que eran contrabandistas; tenían la orden de agarrarlos vivos. De pronto hubo un silencio, y Cacho pensó que tenía que decir algo.
-¿Quién manda esta tropa, carajo?
-El comisario Tamagnini
-¡Acá el Comandante El Kadri, de las Fuerzas Armadas Peronistas!
(….)
En un par de minutos, diez guerrilleros estaban atados con las manos atrás; los cuatro últimos de la columna habían conseguido escaparse.
(…)
Habian llegado veinte días antes, creyendo que volverían victoriosos o  muertos;  habían pensando que iban a tomar aquel destacamento, que iban a ser la primera bofetada en la cara del régimen, la chispa que incendiara la llanura y ahora estaba ahí, presos, derrotados, sin triunfo y sin gloria.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Aquel Peronismo de Juguete

Osvaldo Soriano

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.

Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.

En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.

Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.

El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.

Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.

Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.

Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.

En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.

El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.

Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.

No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa

jueves, 1 de septiembre de 2011

Roberto "El Negro" Fontanarrosa


PERIODISMO INVESTIGATIVO

Echenaussi estaba preocupado. En su reloj Timex Pagoda (regalo del Jefe) eran las
19.36 y todavía no había llegado Santisteban con la valija. Llamó al mozo y le pidió otro mate
cocido. Se había acostumbrado a esa infusión en aquellas largas noches cuando, con los
compañeros del Movimiento, salían a pintar consignas y el Pocho (como le decían a
Echenaussi) era el encargado de llevar el termo.
—¿Me averiguó algo? —el mozo del "Avenida" le dejó la taza con el saquito y el agua
caliente sobre la mesa. Se llamaba Aquiles Luque y hacía ya ocho años que intentaba dejar su
trabajo en el boliche y obtener algún puesto importante en el Congreso.
—¿De qué? —se sobresaltó Echenaussi, en otra cosa.
—De aquello.
—Ah sí. Quédate tranquilo, Cabezón. Ya hablé de lo. tuyo. Apenas el jefe me dé piedra
libre, se hace. ¿Me prestas el teléfono?
Luque señaló hacia el mostrador. Echenaussi se levantó con algún esfuerzo (estaba
gordo, arriba de los 97) y lo encaró al dueño. Sabía que no prestaba el aparato con facilidad.
—Don Jaca —le dijo—. Ayer estuve con la gente del sindicato —el hombre lo miró de
reojo mientras secaba unos vasos—, Parece que lo de acá se hace. Tenemos que hablar con
los muchachos de los colectivos para que cuando llevan a los operarios para General Armida en
vez de parar en Canavosio paren acá. Es mucha gente, Jaca. Son como 400 monos todos los
días. ¿Tiene comodidades usted como para atenderlos a todos? —el hombre asintió con la
cabeza, sin mirarlo—. Porque no es joda 400 tipos por día —Echenaussi ya había discado y
esperaba con el tubo sobre la oreja—. Ya está al salir —repitió. —Es casi un hecho..
¿Galíndez!— gritó prácticamente cuando le contestaron — ¿Salió ya Santisteban?... ¿Y por
dónde anda ese pelotudo?... Bueno, bueno... Si te llama decile que lo estoy esperando en el
"Avenida"...
—¿Cuánto le debo, Jaca? —Echenaussi amagó llevar la mano a uno de los bolsillos del
pantalón. Jaca negó con la cabeza, sin mirarlo—. La semana que viene tengo otra reunión —
agregó Echenaussi—. Y creo que ahí cocinamos todo. Los del sindicato están enloquecidos por
venir aquí. Dicen que el café que les sirven en el otro boliche es una cagada.
Se fue a sentar, mirando el reloj. A las 18.48 llegó la Rinaudo. Alcira Silvia Rinaudo
venía de declarar en Tribunales y estaba un poco alterada. Lo conocía al Pocho desde los
tiempos en que toda la Facultad de Ingeniería con el FRENJUTED incluido se había pasado al
FREPEJU, pero pocas veces lo había visto tan nervioso. Tampoco Alcira atravesaba su mejor
momento ya que había quedado fuera de la lista de concejales de Villa Gobernador Zenobio y
el "Peludo" Mendoza no la había convocado para el asado semestral en la quinta de La
Tronqueta donde se digitaban los referentes. Vieja militante del POCINO, sabía recalar en Cinta
Verde por los años 70, había adherido al ESTEPO tras la caída de Juan Carlos "Oruga" Pando
como Secretario de la Secre y ahora vivía un moderado esplendor como consejera de Francisco
Casarubia en la Comisión Programática Pro Recuperación del Afiliado que operaba
conjuntamente con el Programa Pro Propaganda, el PROPRO-PRO. Sin embargo, su rostro (que
había sido bello en una época) mostraba el deterioro producido por cinco años de cárcel en
Coronda, adonde había ido a parar luego de los disturbios producidos en el "Anfi de Odonto"
(el mítico anfiteatro de Odontología, de Las Flores) tras una agitada presentación del
comprometido cantautor chileno Leonel Pizarro quien se revelara al público en aquella ocasión
como oficinista, ultracatólico y homosexual.
—Todavía no llegó —informó Echenaussi a la Rinaudo apenas ésta se sentó a la mesa.
—Se habrá retrasado —contestó Alcira, sacando un cigarrillo. No fumaba menos de 40
cigarrillos por día, "Provenzales Fuertes", sin filtro, hábito que había adquirido en el presidio.
—Le tengo desconfianza al "Matute" ¿viste? — meneó la cabeza Echenaussi—. Chupa.
—Sí, pero... —Alcira consultó su reloj— ¿a esta hora?
—A cualquier hora.
Sin duda, por la mente de ambos, cruzó el recuerdo del desgraciado episodio
protagonizado por Santisteban en un conocido programa de almuerzos por televisión donde,
achispado por la apresurada ingestión de más de seis copas de vino blanco "Traminer Rhin"
1984, prometió que, en su condición de Asesor Alterno Legal y Técnico de la Gobernación, no
cejaría hasta que la vecina República del Uruguay volviera a ser territorio argentino, aun a
costa del derramamiento de sangre de miles de inocentes. Había perpetrado el exabrupto en
horario central y ante la presencia del propio embajador del Uruguay, Liber Vidal Gestido,
quien no acabó su plato de lenguado al puerro, presa de un entendible nerviosismo.
Sin embargo, antes de las 18 Horacio "Matute" Santisteban entró por la puerta de la
ochava de la esquina de Santa Cruz y Manizales. Lucía sobrio y acicalado. Sostenía en su mano
derecha, una valija Samsonite modelo 3—X2 "Kingdom" de tono verde agua, que había
comprado por 143 dólares en el aeropuerto de Tocumen en Panamá. Sin decir palabra, pero
con una sonrisa cómplice, depositó la pesada valija frente a sus compañeros, sobre la mesa.
Hombre del riñon mismo del dominguismo, puntero eficaz de Antonio Zancarini en Los Molinos,
fundador (junto con Alcides Friedli) del ASNOSA, Horacio "Matute" Santisteban, a los 47 años,
configuraba un cuadro de locuacidad admirable. Condición que se acentuaba con la bebida
pero que desaparecía misteriosamente apenas se paraba frente a un micrófono para hablarle a
las masas. Allí lo atacaba una inexplicable ataraxia, lo paralizaba el "Miedo a la Venganza de la
Historia" (como solía definir el momento el diputado Epífani) y caía en un prolongado mutismo
al que otros compañeros también denominaban "Momentos de reflexión partidaria".
—¿Querés tomar algo? —preguntó Echenaussi, como procurando disimular su ansiedad.
—Ahora me pido un café —dijo Santisteban, sentándose.
—Dejá. Yo te lo tramito. Yo los conozco ¿sabes? Sé como tratarlos... ¡Cabezón! —llamó
el Pocho. Cuando Luque estuvo a su lado, Echenaussi le habló torciendo algo la boca, por
sobre el hombro y guiñándole un ojo—. Traele un café al amigo. De los que vos sabes. De ésos
que ustedes tienen escondidos por ahí. Es de los nuestros.
—¿Todo bien? —preguntó la Rinaudo a Santisteban.
—Fijate. Yo creo que está bien.
Echenaussi no se hizo esperar. Recibió la pequeña llave que le extendía Santisteban y
con ella abrió la valija. Levantó la tapa, atisbo adentro y se le ensanchó el rostro-con una
sonrisa.
—¿Cuánto hay? —preguntó.
—¿Acá? Acá hay ochomil. Pero en total son cuatrocientos. Los que vos pedistes.
—¿Cuatrocientos mil?
Santisteban aprobó con la cabeza.
—¿A verlos? —pidió la Rinaudo. Echenaussi dudó. Pegó una ojeada a su alrededor,
como si el boli-, che estuviera lleno—. Un fajo nomás —insistió Alcira—. Para ver cómo
quedaron.
El Pocho metió la mano en la Samsonite y sacó un fajo de papel. Eran hojas de 16
centímetros de ancho por 25 de alto, totalmente en blanco, separadas en fajos de cien y sujeto
cada fajo por una banda de papel rosa.
—Las hicieron directamente en papel celcote ilustración 800 gramos —explicó
Santisteban—. Eran unos mangos más pero valía la pena. Fijate como quedaron. De prima.
Santisteban sopesó uno de los fajos en el aire y adoptó una sonrisa triste.
—¿Sabes qué quilombo que van a hacer algunos ahora, no? —dijo.
—¿Por qué? —Santisteban se encogió de hombros, enojado.
—Van a decir que nunca los votos en blanco han tenido boletas, que nunca fue así...
—Que es todo un negociado...—aportó la Ri-naudo.
—Que es todo un negociado, que vamos prendidos en la impresión...
—Que se vayan a la concha de su madre...— musitó Santisteban.
—¡Ésta es la justa, viejo! —pareció recomponerse Echenaussi—. Si hay boletas de todos
los partidos, también debe haber boletas en blanco. El voto en blanco es un porcentaje
considerable en el tejido político de nuestra sociedad. Y aunque fuesen pocos hay que
mantener un respeto tácito hacia las minorías, hacia el derecho de expresión de las minorías...
—Hice hacer más —interrumpió Santisteban, práctico.
—¿Cuántas? —frunció el ceño el Pocho.
—Medio palo más. Por si acaso. Las encuestas no son confiables.
—¿Pusiste el gancho?
Santisteban frunció los labios como para dar un beso y negó con la cabeza.
—Todo lo firmó Lemita, querido. Papá no puso la araña en ninguna parte.
Cuando decía "Lemita", se refería a Luciano Javier Lema, subsecretario del PRODUXO, a
quien llamaban "El Afirmado" porque siempre había firmado algún documento.
—Hay teléfono para usted, Echenaussi —Luque, el mozo, le tocaba, respetuoso, el
hombro. El Pocho metió apresuradamente los fajos de papel otra vez en la valija y se levantó
arreglándose la camisa Pierre Cardin bajo la corbata de seda inglesa que había adquirido en
Harrod's, de Londres, donde había estado sobre fin de año, presidiendo una delegación de
volley femenino de la OPRACA.
—Está casi cocinado lo del sindicato, don Jaca —reiteró antes de levantar el tubo—.
Vamos a tener que ampliar, me parece.
Después escuchó lo que le decían desde el otro lado de la línea y palideció. Contestó
con monosílabos para luego cortar. Volvió a sentarse, consternado.
—Se armó la bronca, muchachos —anunció. Alcira y Santisteban lo miraron—. El hijo de
puta de Machín Ocariz nos mandó en cana. Llamó a conferencia de prensa y denunció lo de
esto —señaló la valija con los votos en blanco—. Ya parece que Damián Parenti, en "Verdades
de a puño", nos llenó de mierda hoy a la mañana y el otro hijo de puta de "Más vale tarde que
nunca" nos está buscando para darnos con un caño...
Se hizo un silencio oprobioso.
—¿Cómo puede ser tan hijo de puta el Machín? —se preguntó, airada, la Rinaudo.
—No te olvides que lo dejamos afuera en lo de la Aceitera —recordó Santisteban.
—¡Sí, pero bien que agarró su buen canuto con lo de la Aduana! —Alcira seguía
enervada—. ¡Y ahí lo habilitamos nosotros, querido!
—Sí... —terció Echenaussi, en voz baja—. Pero anda a explicarle lo de la cana. Está
preso, hermano. La conferencia de prensa la convocó desde la cárcel, me dijo el "Banana".
Metió como 200 periodistas en Caseros. Y él sigue convencido de que a la gayola lo mandamos
de pies y manos nosotros cuando hubo una filtración por lo del raje de Falconieri.
—¿Él mismo habló con los periodistas en la cárcel? —preguntó Santisteban.
—Su edecán...
Se quedaron en un silencio funerario.
—Estamos fusilados, viejo... —murmuró Santisteban—. Que se iba a armar el desbole
estaba escrito, pero no esperaba que fuera tan pronto...
—Eso —el Pocho se restregaba las manos, nervioso— después de las elecciones... ¡qué
te calienta! Pero ahora... Hasta puede ser usado por la oposición como caballito de batalla... Te
imaginas...
—¿Puede? —saltó la Rinaudo—. ¡Seguro que lo van a usar! ¡Se agarran de cualquier
cosa para perjudicarnos! ¡Seguro que lo van a usar!
Echenaussi se tocó la frente.
—En cualquier momento llama el Jefe —calculó, enarcando las cejas—. Y ahí cagamos...
Como si lo hubiera convocado, un repicar electrónico se escuchó desde el bolsón de
cuero de la Rinaudo. Los tres pegaron un respingo.
—El celular —dijo Alcira, desorbitada y atragantándose con el humo del cigarrillo— ¿qué
hago?
—Atendé vos —Santisteban señaló a Echenaussi.
—No, no boludo —Echenaussi se echó hacia atrás en su silla y negó con la cabeza—.
Dame tiempo. Cubrime. Atendé vos y decile que yo estoy por llegar. Atendé. Dale.
La Rinaudo le alcanzó el teléfono a Santisteban. Santisteban contestó y de inmediato
miró fijamente a sus compañeros. —Ya te doy, ya te doy... —dijo hacia el auricular. Tapó luego
con la mano el receptor y tranquilizó al Pocho—. Es de nuevo el Banana. Quiere hablar con
vos. Parece que zafamos...
Echenaussi tomó el teléfono. Escuchó atentamente por largos minutos, la vista fija
sobre la mesa, luego elevó la mirada, observó a sus compañeros y enarcó las cejas en gesto
cómplice. Por fin cortó.
—Salvatore Giuliano —dijo entonces, crípticamente, reanimado—. Me parece que nos
salvamos, muchachos...
—¿Qué pasó? —apuró Santisteban.
—Saltó el quilombo por lo de las vendas. Me dijo el Banana que acaban de decirlo por la
radio. Hay un despelote de novela. El juez Perriard amenazó con suicidarse en cámara, en el
programa de Foss y Della Bianca.
—¿Lo de las vendas? —frunció la nariz, Alcira.
—¿No la sabes a ésa? Se compraron a Canadá catorce toneladas de vendas de gasa
para los hospitales. Viste que la gente y la oposición siempre rompen las pelotas con eso de
que en los hospitales no hay vendas...
—Sí —lo seguía Alcira.
—Y ahora se supo que eran vendas usadas en la Guerra del Golfo. Vendas usadas. Un
gran porcentaje, te diría un ochenta por ciento...
—Un noventa —corrigió Santisteban, canchero.
—Un noventa por ciento están manchadas, con restos de sangre, costras, todas esas
porquerías...
—Mucho quemado, por ese asunto de las bombas de fósforo —agregó Santisteban.
—Pero que se iban a lavar, lógicamente —prosiguió Echenaussi—. Te imaginas que no
se iban a usar así. Y, aparte de ser mucho pero mucho más baratas, te dan la oportunidad de
poner un montón de gente a trabajar en la limpieza. Creas más de mil puestos de trabajo así
nomás, de un solo saque...
—Y se enteró la prensa... —dijo la Rinaudo.
—Se enteró la prensa... Vos sabes que les gusta revolver entre la mierda...
—¿No estabas al tanto, vos? -—Santisteban miró a Alcira, casi asombrado.
—Para nada. Bueno... andaba metida en este fato —señaló la valija con el mentón.
—Pero lo nuestro no es nada con respecto a aquello —se exaltó Echenaussi—. Lo de las
vendas en un asunto de millones y millones de dólares. Lo nuestro es verdurita. Un vuelto,
apenas.
—No. Olvídate. Lo nuestro pasó al olvido —se rió abiertamente Santisteban.
—Si me dijo también el Banana que ya, ya, ahora mismo —el Pocho pegó con el índice
de su mano derecha sobre la mesa— cambió totalmente la información. Ni se habla de la
impresión de los votos, con este quilombo de las vendas...
—Pedite un vino, Pochito —se relajó Santisteban.
—Sí, déjame a mí que yo los conozco... ¡Cabezón, tráete un riesling! Pero de los
buenos. De los que tenés en el sótano. No de los que son para la gilada...
Se rieron.
Echenaussi se echó hacia adelante, reflexivo.
—También... —dijo—. Hay que ser hijos de puta... Viejo, con esto de las vendas... Hay
que poner algún límite... Tenés que cuidar un poquito más las apariencias aunque más no
sea... ¿No es cierto, Al tira? ¿No es cierto?
Alcira dijo que sí con la cabeza. Y volvió a fumar.