jueves, 7 de julio de 2011

Cuentos de Mario Benedetti

TANGO

Estaba tan borracho que no llegó haciendo eses sino equis. La casa (su
casa) estaba vacía, oscura, abandonada. Quizá por eso pudo llegar indemne hasta la mecedora.
Cerró, abrió y cerró los ojos. Lo que vislumbró no fue un sueño sino un milagro de jardín. Con su madre o sin su madre. Eso dependía de la tensión de sus párpados. Si era con su madre, ella lo señalaba con un índice acusador y una mueca de burla. No era preciso que hablara. El bien sabía de qué se trataba. Desde la infancia la había despreciado, ninguneado con fervor, desatendido. Entre ella y él no había puentes;
sólo despeñaderos, barrancos, hondonadas. Por eso ella, en vez de dos ojos verdes, tenía dos odios grises.
Él abrió los suyos, acarició los párpados heridos, posó su mirada opaca en la pared de enfrente, que empezó a balancearse con un ritmo
moderado. El cuadro estaba ahí: una figura antigua, de hombre recio,
con corbata de moña, melena canosa y anteojos de miope. Cerró otra
vez los ojos y el hombre se asomó en el espacio inverosímil: allí no
había moña ni anteojos. El, cuando estaba sobrio, era capaz de recitar
de memoria todos los poemas de ese tipo, pero ahora los versos se
arrinconaban en el olvido. El hombre semisoñado lo miraba con
exigencia, reclamándole algo, aunque fueran dos versos, una copla, el
estrambote de un soneto mediocre. Pero él se retraía, se ocultaba, no
quería saber nada de una inspiración ajena. Ahí era cuando el tipo
empuñaba un látigo y él abría providencialmente los ojos.
El cuadro ya no estaba y la pared había dejado de balancearse. Qué bien
le vendría un café amargo, pero cómo llegar a la cafetera, a encender el
gas, a no derramar el agua que llamaba desde el grifo.
Por primera vez lamentó su mamúa. Volvió a cerrar los ojos en busca de
un estímulo. Tardó en llegarle la somnolencia, pero cuando llegó fue una
recompensa inesperada. Frente a él, al alcance de sus manos, estaba
Dorita, más atractiva que nunca, con la boca entreabierta y a la espera,
con el camisón rosa que se le resbalaba de los senos, más turgentes que
en épocas pasadas. Quiso decir algo y no pudo. Dorita lo paralizaba con
su belleza. Decidió extender su mano hasta el pezón izquierdo, pero éste
se hizo nada entre su índice y su pulgar.
Esta vez abrió los ojos porque alguien le estaba sacudiendo el hombro.
Su mujer, nada menos, y no era un sueño.
-Otra vez mamado -gritó ella.
-Otra vez mamado -admitió él-. Yo no tengo vergüenza de tomarme una
copa.
-¿Y cuántas vergüenzas reservas para zamparte dos botellas?
-Tres.
-¿Tres? ¿Vergüenzas o botellas?
-Botellas.
-¿Hasta cuándo pensás que voy a soportar este maldito tren de vida?
-Mi amor, eso es asunto tuyo.
-Y vos, ¿no tenes conciencia?
-¿Querés que te diga la verdad? Me tiene harto.
-¿No tenes nada más que decirme?
-Cómo no... Vos sabes que yo siempre cito a los clásicos. Por ejemplo,
Cátulo Castillo (música de Aníbal Troilo) que estampó para siempre esta
delicia: «Yo sé que te lastima / yo sé que te hace daño / llorarte mi
sermón de vino».
-Es cierto que me hace daño. No importa. Aquí te dejo, con esa veterana
curda, que ya forma parte de tu currículo. Se acabó. No te preocupes.
Cuando vos y yo seamos finaditos, sé que voy a encontrarte en algún
boliche (cantina, para los ilustrados) del paraiso.

EL OTRO YO
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le
formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se
metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando
Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las
actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al
muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse
incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era
melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como
era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos,
movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio
estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro
Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no
supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al
Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había
suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre
Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente
vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito
de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se
acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente
estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su
presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y
saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo
tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía
bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía,
porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

EL PORVENIR DE MI PASADO
Eso fui. Una suerte de botella echada al mar. Botella sin mensaje. Menos
nada. Nada menos. O tal vez una primavera que avanzaba a destiempo.
O un suplicante desde el Más Acá. Ateo de aburridos sermones y
supuestos martirios.
Eso fui y muchas cosas más. Un niño que se prometía amaneceres con
torres de sol. Y aunque el cielo viniera encapotado, seguía mirando hacia
delante, hacia después, a renglón seguido. Eso fui, ya menos niño,
esperando la cita reveladora, el parto de las nuevas imágenes, las
flechas que transcurren y se pierden, más bien se borran en lo que
vendrá. Luego la adolescencia convulsiva, burbuja de esperanzas, hiedra
trepadora que quisiera alcanzar la cresta y aún no puede, viento que nos
lleva desnudos desde el suelo y quién sabe hasta (y hacia) dónde.
Eso fui. Trabajé como una mula, pero solamente allí, en eso que era
presente y desapareció como un despegue, convirtiéndose mágicamente
en huella. Aprendí definitivamente los colores, me adueñé del insomnio,
lo llené de memoria y puse amor en cada parpadeo.
Eso fui en los umbrales del futuro, inventándolo todo, lustrando los
deseos, creyendo que servían, y claro que servían, y me puse a soñar lo
que se sueña cuando el olor a lluvia nos limpia la conciencia.
Eso fui, castigado y sin clemencia, laureado y sin excusas, de peor a
mejor y viceversa. Desierto sin oasis. Albufera.
Y pensar que todo estaba allí, lo que vendría, lo que se negaba a
concurrir, los angustiosos lapsos de la espera, el desengaño en cuotas,
la alegría ficticia, el regocijo a prueba, lo que iba a ser verdad, la
riqueza virtual de mi pretérito.
Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a
corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el
alma como reducto de última confianza.

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