jueves, 30 de junio de 2011

Dario y Maxi

El 26 de junio de 2002 durante una violenta represión  en Puente Pueyrredon fueron asesinados por la policía Dario Santillan y Maximiliano Kosteki.
Anónimos militantes como tantos otros, se transformaron para muchos en íconos de la lucha social.

El siguiente fragmento forma parte del libro "La Pasión del Piquetero" de Vicente Zito Lema, pensado desde y para Dario y Maxi, pero también para todas las víctimas de la represión y la impunidad policial.




La cuestión estética*
Legitimidad y urgencia del arte frente a las masacres del Poder.

Alegorías sobre una tragedia sureña (con un escenario de puentes cortados, calles a las corridas entre tiros y gases y una estación de tren que de ahí en más tendrá los aires escalofriantes de una pira funeraria), que memora y resuena desde el cuerpo crispado por otras tragedias.
Son huellas de una sola historia de pérdidas y perdedores, magnificada en la abundancia de una crueldad que se reitera y provoca,  más que mortifica, con las letanías del criminal impune.
Metáforas del alma en vilo, sacudidas por los dioses del horror,  una a una engarzadas como rosas negras en la cuerda musical de las rapsodias, para que la inocencia reconozca su mismidad en la postrera mirada de un otro sufriente.
Hay un eco de rebelión que se silencia y un espejo de piedad que se opaca, en un tiempo de cultura cuya banalidad espanta.
Hay más: una desesperación que emana como fuego de la conciencia y demanda subvertir, o al menos hostigar –aunque nuestras fuerzas den hoy apenas para el mordisqueo en los talones–, un orden social de naturaleza perversa, edificado sobre la economía de la usura: hasta el amor tributa y la deuda por estar vivos se amortiza con retazos de vida.
Se trata de un proceso de metástasis, que reproduce seres cuyo deseo fundante es devorar al más débil, y su necesidad alienada de consumo se consuma en la demonización de las conductas diferentes, como prólogo al castigo.
La imagen que cierra el círculo es un cadáver cuya marca general es la pobreza, su rostro no se mira y su nombre puebla los rosarios del olvido.
 El espíritu de la época se obstina con su realidad: para que la maldad ocurra también se precisa de una estética, sea que los cuerpos  del martirio se arrojen a las aguas, se profanen en un basurero o en el medio de la calle.
De allí que se agudice la dictadura del pensamiento que impone a palos la finitud opacada de la historia y el abandono de los grandes  relatos, que anticipan y resguardan las epopeyas de la criatura humana.
La contracara triunfante es un obsceno estilo de vida, que deviene, entre otras cosas, en la hipocresía reluciente del artista adaptado (o castrado), que se pavonea en los bordes de la angustia ante la crueldad del mundo, pero no deja de reproducirlo con una complicidad que asquea, mientras se lame su dorado ombligo con aires de Don Juan, y en la inexorable confusión de la belleza con la muerte, sea literal o metafórica, siempre de “buenos modales”, aún cuando lave su lengua en un campo clandestino o en un burdel.
Urgidos por el  pudor del náufrago que sobrevive al naufragio, concientes del privilegio de integrar el discurso de resistencia social y a la par romántico del arte (o sea: sobre el escenario de la Masacre pulsar la cuerda amorosa que sublima las tristezas y las pérdidas del alma, y despreciar la conversión de la belleza en mercancía de éxito, jugando la partida de ser en la existencia a todo o nada), desnudamos, con más precariedad que certeza, el proceso de creación, en una época donde la ferocidad del poder aviva la muchedumbre cotidiana de desgracias.
Se trata de la decisión, profundísima, de instalar una génesis contestataria de la belleza (véase una sombra dionisíaca a contrapie del orden apolíneo), en su convulsión dialéctica. Una belleza de la sospecha para la verdad, el peligro como estética y la desesperación nutriendo la ética final, que se nutre en la experiencia dolida o feliz del otro, experiencia que sentimos como propia y así la revivimos, siempre apasionados.
Una belleza marcada con hierro en las montañas de la libido, que condena la mansedumbre del buey, orina sobre el lecho donde la paz duerme en los brazos del esclavo e interroga sobre el sufrimiento del sufriente. Una belleza que ata y desata, que mueve y conmueve, que se vale de los balbuceos y los silencios, la ira y los rezos hasta consumar el grito que demuela. (La serenidad y la contemplación se dejan para los muertos en el fin de la contienda.)
De una voluntad por develar los pliegues de la realidad, que fue lírica, y que hoy sin renegar de los celestes del cielo se asume apostrófica (como el piso del chiquero perlado de sangre y excrementos, que espanta a los ángeles de la pesadilla, y que el poder nos desafía a transitar), nacen los cantos de pasión, en su vastedad de géneros y en su multiplicidad dramática; son su aurora.
Pasión eterna en su origen, más que agónica, liberadora, en tanto aceptamos ser fieles como artistas a una exaltada poética de la vida, que no admite renuncios: obliga a quemar las naves.
A caballo de las visiones hablamos de una ansiedad de luz,  entendida como razón poética,  y de una praxis tan redentora como subversiva, que no renuncia, en la urgente necesidad del que se ahoga, a cortar la mano del verdugo. Paroxismo de la conciencia, belleza al fin, frente a la oscuridad profunda –tan cruel como cómplice, la impía– con que la muerte, en las fronteras del olvido, disfraza nuestro tiempo ante las almas extraviadas por el mismísimo dolor...
 Cada mañana la mañana / pálida y aún frágil / abre los ojos de la...
mañana que espera...


*La pasión del piquetero Vicente Zito Lema Editorial El Colectivo

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